Me gusta regalar flores porque es una de las pocas costumbres románticas que se mantienen con el tiempo. Es una tradición galante que sobrevive al paso de los años y que combate la ofensiva modernidad digital, esa que lleva a las parejas a regalarse todo tipo de ‘gadgets’, artefactos de última generación y demás chucherías tecnológicas.
Es muy probable que mi bisabuelo haya regalado flores; y es seguro que lo hizo mi abuelo; y hasta donde me acuerdo, también lo hizo mi padre. Y como yo soy un antiguo, un revejido, un fulano de otro tiempo, entonces me produce doble placer el hecho de regalarle flores a una chica.
Además, a no ser que alguna fémina me desmienta, creo que no hay mujer que se resista al encanto silvestre de un inquietante ramo de flores. Hasta la más recia, dura y achorada de todas se quiebra de ternura delante de un manojo de flores. Ni Sarah Connor, la de Terminator; ni Lara Croft, la de Tomb Raider podrían mantenerse impertérritas.
A lo largo de las dos décadas que llevo en este mundo he obsequiado muy pocas flores, pero las he mandado de todo tipo: violetas, claveles, girasoles, tulipanes, orquídeas, amapolas, acacias, jazmines, magnolias, gladiolos, crisantemos y hasta madreselvas. Evidentemente también he mandado rosas: blancas, rojas, rosadas y amarillas. Las he enviado con esquelas, con tarjetas musicales, con chocolates, con peluches, con globos de helio. En cajas y en macetas. Con tortas y botellas de champán. De día y de noche. Sobrio y zampado. Seguro y dudoso.
Las reacciones de las destinatarias siempre fueron de lo más diversas: unas se sonrojaron y me agradecieron el inesperado detalle ahorcándome con abrazos que más parecían llaves de lucha libre; otras, menos efusivas, se limitaron a darme un beso y decir “ay, qué lindo, no te has debido molestar” (frase que, por cierto, me molestaba mucho); y unas pocas –como para hacerse las interesantes– con las justas si se mostraron complacidas, actuando con frialdad, como si en lugar de un costosísimo ramo de flores les hubiera mandado, no sé, una lata de frejoles.
Siempre me ha provocado saber qué hacen las chicas con las flores luego de recibirlas. Me despierta curiosidad saber también cómo reaccionan los demás integrantes de la familia, porque una vez que el obsequio aterriza en la casa –cual si fuese un aerolito que rompe la monotonía del día a día– provoca la más morbosa chismografía, más aún si las flores son remitidas por un fan no identificado, un ser inédito.
Supongo que el papá se marea un poco, se pone saltón e inicia distraídas pesquisas para averiguar quién carajo es el mocoso que acosa a su hija con regalos tan aparatosos. Supongo que los hermanos mayores se burlan de su hermanita (sin revelar, claro, que ellos también han tenido el rapto cursi de mandar flores más de una vez), y sospecho que los menores curiosean, fascinados con el excéntrico ornamento.
Pero ninguno reacciona como la mamá, que lejos de sorprenderse o enojarse se pone ‘chocha’. Algunas mamás incluso se retuercen de alegría ajena (como el día en que a su desconcertada hija debutó en los avatares de la menstruación), y corren a comentarles la novedad a todas las amigas, hermanas, primas, tías y cuñadas.
Ya lo que ocurra después con el arreglo florar dependerá básicamente de cuán contenta esté la chica a la que se lo enviaste.
Si ella te odia, o si no te va a perdonar jamás la canallada que le hiciste, eliminará las flores sin el menor asco, sin siquiera tomarse la molestia de abrir la caja ni leer el mensaje que tanto te costó pensar. De las nobles manos del mensajero las flores pasarán, directamente, sin hacer escala en ningún florero, a la pestilente bolsa negra de la basura, donde acabarán fundiéndose con restos de comida, cáscaras y jugo de sardina.
Si, en cambio, la chica te adora y se derrite por ti, las flores sobrevivirán en un jarrón durante días, convirtiéndose en el adorno central de la sala. Tu chica las regará todas las mañanas y noches, las salpicará de agua tratando de extender lo más posible su efímera vida, luchando para que no se marchiten, para que mantengan hasta el final su talle erguido, su aromática belleza, su perfumada dignidad.
Es más, sabrás que la chica verdaderamente te quiere cuando, una vez que las rosas han languidecido inexorablemente, ella recoja algunos de sus pétalos y los coloque entre las hojas de un cuaderno, chancándolos hasta que queden secos y aplanados como una calcomanía.
Cuando llamas a una florería para hacer un envío te sientes seguro de ti mismo. Crees que la Operadora que te atiende —por ser mujer al fin y al cabo— piensa que eres un buen tipo, un chico romántico, un hombre que vale la pena porque es capaz de mandar flores. No te das cuenta de que eres uno más de los cientos de tarados con los que ella tiene que lidiar y ante los cuales tiene que fingir que es atenta y amable.
Ella, solícita, te pide tus datos y se los das, convencido de que los dos son cómplices en la tierna fechoría de sorprender a tu chica. Ella te pide el número de la tarjeta de crédito y tú vocalizas cifra por cifra, orgulloso de estar haciendo tu buena obra del día, orgulloso de poder pagarla.
Suenas muy ganador hasta que la operadora, casi al final de la comunicación, te pregunta: “¿Y qué mensaje deseas enviar?”
Ahí tiemblas y titubeas: estabas tan concentrado en mandar las flores que no reparaste en la frase con que querías acompañarlas. Quieres ser original, pero temes ser huachafo o ser repetitivo, o ser las dos cosas al mismo tiempo.
Una vez, mientras hablaba con una operadora de Rosatel para tramitar un envío, le pregunté cuáles eran los mensajes más atorrantes y ridículos que había escuchado. Lo hice por puro curioso, por deformación periodística, pero también para descartar opciones: no vaya a ser que mencionara alguna de las frases que yo barajaba.
Ella recordó los siguientes: “Me muero si me dejas”, “Sé que el otro no te hace sentir lo mismo que yo”, “Si no me perdonas, me mato”, “Espérame bañadita”, “Te querré hasta el fin de los siglos” y “Estas flores te las mandamos ‘Panchito’ y yo”.
Hace poco volví a mandar flores. Doce rosas en una caja. La tarjeta consignaba el siguiente inspirado mensaje: “tenía ganas de verte, saludarte y saber cómo estás; lamentablemente, solo se me ocurrió esto. Un beso”.
Estaba seguro de que el detalle remecería el abrumado corazón de la preciosa destinataria. Estaba seguro de que después de eso la categoría de “amigo” me quedaría chica. Y estaba seguro, sobre todo, de que la sorpresa marcaría un hito inolvidable en la posible relación que se iniciara.
Nunca hubiera podido calcular el magro final de los hechos.
La misma noche en que dispuse el envío de las rosas el papá de esta niña había hecho un pedido de Chifa por Delivery. Cuando el mensajero tocó el timbre, el papá bajó las escaleras corriendo –apurado por el hambre– para recibir lo que el suponía era un opíparo cargamento de comida oriental.
A cambio el emisario le entregó doce rosas rojas que, por inesperadas, desataron sus más extrañadas interrogantes.
Para cuando la chiquilla llegó a su casa, cuatro horas más tarde, las flores estaban quietas, sin agua, agonizando en el jarrón polvoriento de una mesa ubicada al lado de la cocina.
Ni aroma les quedaba a las pobres: su inmaculado perfume de lavanda había sucumbido por completo al penetrante aroma de los restos del arroz chaufa, el tallarín saltado, el chancho al ajo y el kam lú wantán.
Que murieran al día siguiente no representó ninguna sorpresa para nadie.